Evangelio del lunes: la fe de un padre

Comentario del lunes de la 7.ª semana del tiempo ordinario. “¡Creo, Señor; ayuda mi incredulidad!”. La seguridad de la omnipotencia de Dios es compatible con la fe siempre insuficiente del hombre, y por eso se hace oración confiada.

Evangelio (Mc 9,14-29)

En aquel tiempo, al llegar Jesús junto a los discípulos vieron una gran muchedumbre que les rodeaba, y unos escribas que discutían con ellos. Nada más verle, todo el pueblo se quedó sorprendido, y acudían corriendo a saludarle. 

Y él les preguntó: 

- ¿Qué estabais discutiendo entre vosotros?

A lo que respondió uno de la muchedumbre: 

- Maestro, te he traído a mi hijo, que tiene un espíritu mudo; y en cualquier sitio que se apodera de él, lo tira al suelo, le hace echar espumarajos y rechinar los dientes y lo deja rígido. Pedí a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido.

Él les contestó: 

- ¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo tendré que estar entre vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros? Traédmelo.

Y se lo trajeron. En cuanto el espíritu vio a Jesús, hizo retorcerse al niño, que cayendo a tierra se revolcaba echando espumarajos. Entonces preguntó al padre:

- ¿Cuánto tiempo hace que le sucede esto? 

Le contestó:

- Desde muy pequeño; y muchas veces lo ha arrojado al fuego y al agua, para acabar con él. Pero si algo puedes, compadécete de nosotros y ayúdanos.

Y Jesús le dijo: 

- ¡Si puedes...! ¡Todo es posible para el que cree!

Enseguida el padre del niño exclamó: 

- ¡Creo, Señor; ayuda mi incredulidad!

Al ver Jesús que aumentaba la muchedumbre, increpó al espíritu impuro diciéndole: 

- ¡Espíritu mudo y sordo: yo te lo mando, sal de él y ya no vuelvas a entrar en él!

Y gritando y agitándole violentamente salió. Y quedó como muerto, de manera que muchos decían: 

- Ha muerto. 

Pero Jesús, tomándolo de la mano, lo levantó y se mantuvo en pie.

Cuando entró en casa le preguntaron sus discípulos a solas: 

- ¿Por qué nosotros no hemos podido expulsarlo?

-Esta raza -les dijo- no puede ser expulsada por ningún medio, sino con la oración.


Comentario

Al volver del monte Tabor, donde se manifestó la gloria divina en la Transfiguración, Jesús se encuentra con una discusión entre sus discípulos y una gran muchedumbre. Un hombre trajo a su hijo poseído por un demonio mudo y los discípulos del Maestro no pudieron curarle.

Muchas veces Dios parece esconderse y los hombres tenemos que enfrentarnos con problemas que superan nuestras posibilidades. Quiere poner a prueba nuestra fe, la fe que mueve montañas y manifiesta la amistad con Dios. Esta es la gran preocupación de Jesús: “cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (Lc 18,8).

Y así el Señor le dice directamente al padre del endemoniado: te preguntas si puedo… “¡Todo es posible para el que cree!”. Se trata de un mensaje al que vuelve varias veces a lo largo de los Evangelios. A María el ángel le había dicho: “para Dios no hay nada imposible” (Lc 1,37) y a los apóstoles, desconcertados por la dificultad que los ricos entren en el reino de los cielos, les dirá: “para los hombres es imposible, pero para Dios no; porque para Dios todo es posible” (Mc 10,27).

Sabemos que Dios lo puede todo y sin embargo, ¡cuántas veces nos parece que nos falta la fe! Por eso nos reconocemos en la exclamación de este padre: “¡Creo, Señor; ayuda mi incredulidad!”. Esta oración es una mezcla de fe y de incredulidad, perfecta manifestación de la fe de los hombres. De hecho cada vez que decimos “creo” no sólo estamos manifestando nuestra fe, sino que la estamos pidiendo. Incluso la experiencia de perder la fe es una experiencia que en última instancia pertenece a la fe.

Así podemos considerar estas palabras como la oración más natural, más humana y más desgarradora de los evangelios, y en cierto sentido la esencia misma de la fe. Esta raza de demonios, como todos los males en la vida del hombre, se puede expulsar solo con una oración a Dios llena de confianza.

“Aquel hombre siente que su fe vacila, teme que esa escasez de confianza impida que su hijo recobre la salud. Y llora. Que no nos dé vergüenza este llanto: es fruto del amor de Dios, de la oración contrita, de la humildad. [...] Se lo decimos con las mismas palabras nosotros: ¡Señor, yo creo! Me he educado en tu fe, he decidido seguirte de cerca. Repetidamente, a lo largo de mi vida, he implorado tu misericordia. Y, repetidamente también, he visto como imposible que Tú pudieras hacer tantas maravillas en el corazón de tus hijos. ¡Señor, creo! ¡Pero ayúdame, para creer más y mejor!” (San Josemaría, Amigos de Dios n. 204)

Giovanni Vassallo