Buscaba la belleza y me encontré con Dios

Josefina, de Argentina, tenía 25 años cuando hizo sus maletas y se fue a Valencia. "La excusa fue hacer un Máster en Arquitectura. Digo “excusa” porque mi objetivo en realidad era irme, no importaba a dónde. No era feliz y necesitaba un cambio. Nunca me imaginé que el cambio sería tan grande.

Tenía 25 años cuando hice las valijas y me fui a Valencia. La excusa fue hacer un Máster en Arquitectura. Digo “excusa” porque mi objetivo en realidad era irme, no importaba a dónde. No era feliz y necesitaba un cambio. Nunca me imaginé que el cambio sería tan grande.

Un camino desdibujado

Nací en una familia cristiana. Tengo vagos recuerdos de haber rezado el rosario con mi abuela y de llevarle flores a una imagen de la Virgen los sábados. Hace poco encontré anotadas algunas frases del Evangelio que no me acordaba de haber escrito, también encontré en un cajón el libro “Camino” de san Josemaría, que tal vez leí de chica, pero claro, sin entenderlo.

Durante los últimos años de colegio, sentía un deseo de servir a Dios, pero paradójicamente sentía al mismo tiempo la necesidad de estar bien metida en el mundo.

Durante los años de universidad las cosas fueron empeorando. Vivía sola y con completa libertad. Me faltaban razones y doctrina para afianzarme en lo que creía. No era mi intención alejarme, pero sin darme cuenta lo fui dejando todo. Muchos años sin confesarme, muchos meses sin ir a Misa. Los hábitos que había adquirido de chica se fueron derrumbando y un día resultó que estaba completamente lejos de Dios. El camino se había desdibujado.

Buscaba más

Pero Dios me fue buscando a su manera, a través de aspectos que en mi vida significaban mucho y que aparentemente nada tenían que ver con Él. Siempre tuve grabado en la memoria el consejo de mi abuelo: “Estudiar, estudiar, estudiar.” Y elegí la carrera de Arquitectura. A medida que avanzaba en los estudios, crecía cada vez más la necesidad de expresión, de transmitir algo más profundo, de descubrir la belleza, de buscar la armonía, el orden, la composición. En el fondo sabía que había algo que descubrir y que a mis ojos estaba completamente oculto. Me decidí a buscarlo y puse todo el empeño en mi carrera.

Fue durante esos años cuando un amigo me dijo: “Vos soñás mucho, pero al final no hacés nada.” Y para rematar agregó: “¿Cuándo mirás al cielo, das gracias a Dios?” Con esas dos “sentencias” en la mochila, y convencida de que necesitaba irme para poder cambiar, me fui a España. Tenía dos ideas claras: que quería aprender para ayudar a otros, por eso elegí un Máster en vivienda social y sustentabilidad; y que tenía que dar gracias a Dios. No tenía idea de cómo iba a hacer esto último.

Partí con el deseo de conocer el mundo y experimentar la libertad de hacer lo que quisiera. Siguiendo ese impulso, en los ratos libres que me daba el Máster me dediqué a viajar. Me movía la búsqueda de la armonía entre el arte y la arquitectura; a la vez, no desaprovechaba ninguna oportunidad para divertirme. Recuerdo que estando en Mikonos, una isla de Grecia, al final de un día que cualquiera hubiese llamado perfecto, me pregunté: “¿Esto es la libertad?” En ese momento ya había hecho casi todo lo que quería, sin embargo me sentía vacía. Pero seguía buscando.

Estando en Mikonos, una isla de Grecia, al final de un día que cualquiera hubiese llamado perfecto, me pregunté: “¿Esto es la libertad?” En ese momento ya había hecho casi todo lo que quería, sin embargo me sentía vacía.

Buscaba en Marruecos con mi amiga Deb, de Brasil, cuando le preguntamos al recepcionista del hotel cómo rezaban los musulmanes y si podríamos ir de incógnito a una mezquita. Nos contestó que no, por respeto, pero que podíamos levantarnos a las 5 de la mañana, que él rezaba en la terraza con la llamada del Imán. Buscaba en Venecia, admirándome de su arquitectura y de lo que es capaz de hacer el hombre. Y buscaba en Lanzarote, en Milán, en las mil salidas con gente que iba conociendo, paisajes que me iba encontrando… Y una vez más cayó una sentencia: “Sos una frívola”, me dijo una amiga colombiana que viajaba conmigo. Me sentí derrumbada. Era consciente de que hacía cosas mal, pero si había algo que no me creía era una frívola. Ella tenía razón, no estaba cumpliendo el objetivo de mi viaje que era cambiar, darle una proyección social a mi carrera, buscar el sentido más profundo de lo que hacía. Gracias a Dios, en ese momento alguien me buscó a mí.

Mirando la flecha que señala el camino de Santiago

Un cruce de caminos

Recibí una llamada de mi tío que vive en Madrid. Me ofrecía una entrevista de trabajo con una arquitecta que conocía. Por aquel entonces ya estaba a unos meses de terminar el Máster. No lo dudé y partí hacia Granada.

En cuanto entré al estudio de Loreto, la arquitecta conocida por mi tío, supe que estaba en el lugar adecuado. A la decoración del lugar, los proyectos que ofrecían y la visión con que trabajaban, se sumaba algo esencial: la calidez de Loreto. En seguida me sentí acogida. Quería empezar a trabajar ese mismo día. “Vas a tener que esperar, porque el 15 de julio me voy a hacer el Camino de Santiago”, me dijo. ¡El Camino de Santiago! Coincidía justo con la fecha en que finalizaba el Máster. Era uno de mis pendientes en este viaje, y si no lo había hecho hasta ahora era porque no tenía quien me acompañase. Pregunté a Loreto si podría viajar con ella y aceptó sin condiciones. Todo cerraba increíblemente, en un día conseguí trabajo y la compañía que estaba necesitando para hacer el Camino. “Esta es la parte del viaje en la que agradezco a Dios”, pensé. Pero Dios fue más ambicioso, y esa fue la parte del viaje en que me conquistó.

“Que odie el pecado”

Me subí a un bus con un grupo de 40 chicas. Muchas de ellas participaban en las actividades de Alsajara, un Colegio Mayor llevado adelante por algunas personas del Opus Dei. En ese momento supe que Loreto era de la Obra. Entendía muy poco sobre el Opus Dei, pero me daba igual, estaba concretando la meta de hacer el Camino. No esperaba más.

Parábamos para dormir en una Escuela de Formación Agraria que también es obra corporativa del Opus Dei. El primer día alguien me dijo que había un sacerdote disponible para confesar. Vi la puerta del confesionario abierta y sin dudarlo entré. El acto al que durante años me había resistido ahora me resultaba absolutamente necesario. Al día siguiente el sacerdote dirigió una meditación a todo el grupo. En un momento dijo unas palabras que durante esos días volvieron constantemente a mi memoria: “Que queramos odiar el pecado”. Sin darme cuenta las repetía por dentro mientras caminaba. Pensaba en lo que había sido mi vida hasta ahora y como música de fondo escuchaba: “Que odie el pecado…”. Estaba rezando, estaba pidiéndole a Dios que esas palabras se hagan realidad en mi vida. Le estaba pidiendo que me ayude a cambiar, para eso había hecho las maletas. “Que odie el pecado…”.

Además de las meditaciones, teníamos la posibilidad de asistir a Misa todos los días. Para mí la Misa era algo que existía sólo los domingos, no sabía que se celebraba otros días. Desconocía la acción de gracias, esos ratos de intimidad luego de recibir la Eucaristía. Observaba sorprendida la manera en que las otras chicas se arrodillaban ante el Sagrario. Nada de esto me parecía exagerado, me admiraba y lo quería vivir. A la vez me superaba, me sentía incapaz. Pensaba que volvería a mi rutina de siempre y no podría cambiar de vida.Por fin llegamos a Santiago de Compostela y entramos a la Catedral. Una por una le dimos el tradicional abrazo a la figura de piedra del Apóstol Santiago. Cuando llegó mi turno lo abracé con fuerza y le pedí, con más fuerza todavía: “Que odie el pecado”.

Donde se unen el cielo y la tierra

Empecé a trabajar y me hice amiga de Loreto. Compartíamos la idea de encontrar la belleza en la arquitectura. Me enseñó a unir esta búsqueda con el hacer bien mi trabajo, hasta el final.

A la vez nos divertíamos mucho, trasladando en moto material de obra o visitando muestras de arte. Paseábamos observando y contemplando. Nos admirábamos de lo que hace Dios y del aporte del hombre. Loreto me llevaba a Dios y yo no me daba cuenta.

La armonía entre Dios y mi trabajo me resultaba cada vez más natural, y comprobaba que ese era el contenido de mi búsqueda. Todo este tiempo había buscado vivir así, en presencia de Dios. Como buena parte de mi infancia la viví en contacto con el campo, pienso que eso influyó en mi facilidad para la contemplación. Por eso comprendí bien, cuando las leí por primera vez, esas palabras de san Josemaría: “En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria”

En Mikonos

Poco a poco, perdí el miedo a no poder sostener este cambio de vida, porque notaba que se trataba de una vida auténtica. De todos modos, me daba cuenta que necesitaba mucho acompañamiento en esta nueva etapa, y lo busqué en la formación cristiana que me ofrecía el Colegio Mayor Alsajara.

De la atracción a la decisión

El tiempo que trabajé en Granada vivía con una prima en Monachil, un pueblo a las afueras de esa ciudad. Por los traslados, no me resultaba fácil asistir a los medios de formación en Alsajara, pero se me hacía imprescindible la meditación, conocer más mi fe, los ratos de oración... Sobre todo la Misa, no podía vivir sin la Misa. Recuerdo una tarde en la que con mi prima participábamos de unos ejercicios de yoga que dirigían unas hippies en la plaza del pueblo. De pronto empecé a escuchar las campanas de la iglesia y no me resistí, seguramente habría Misa. Sin explicaciones me levanté y corrí hacia la Iglesia. Efectivamente estaba por empezar la Misa, y ahí me quedé.

Empecé a escuchar las campanas de la iglesia y no me resistí, seguramente habría Misa. Sin explicaciones me levanté y corrí hacia la Iglesia.

Detrás de esa atracción había algo, o mejor dicho Alguien. Ya no podía concebir mi vida sin Dios. Lo noté fuertemente cuando viajé a Estambul. Fui con gran ilusión porque me seguía atrayendo la arquitectura islámica y a la vez ver los restos de lo que fue Constantinopla. Pero mi desencanto fue grande, las mezquitas resultaban un lugar imponente para rezar, con una decoración muy rica, pero Dios no estaba ahí. La antigua Santa Sofía, primero iglesia, después mezquita, ahora museo, estaba vacía de sentido. El centro de mi atención ya no eran los edificios, sino Quien los habitaba.

Con este tipo de experiencias interiores, notaba que Dios me pedía algo, pero no sabía qué. Pensaba que la vocación al Opus Dei era un honor que no merecía, pero estaba claro que ese era el camino que Dios había ido trazando. Y el 11 de febrero de 2011 escribí al Prelado pidiéndole la admisión en la Obra.

“Buen camino”

A lo largo del Camino de Santiago, es tradición que los peregrinos sellen en distintos puntos su credencial. Cada sello certifica sus pasos hacia la tumba del Apóstol. “Buen camino”, suelen decir quienes se ocupan de poner los sellos.

Iba por “buen camino”, pienso cuando recorro con la memoria mi camino personal. La búsqueda de la belleza, el deseo de servir, la pasión por la arquitectura, la unidad entre trabajo y contemplación, la necesidad de referir todo a Dios… y al final la llamada a una entrega total. En mi encuentro con el Opus Dei, Dios puso su sello, el sello con el que confirmó que todo este tiempo Él me había llevado por “buen camino”.